lunes, 11 de abril de 2016

LA ROCA



El frío y reducido espacio dentro del Rover asemejaba a la prisión en la que James había pasado encerrado los últimos 14 años. Respiró profundamente mientras se recostaba en el asiento del piloto. A un lado, en el asiento contiguo, un pequeño aparato comenzaba a emitir un riff de guitarra. James imaginó que de tener una Budweiser en ese preciso instante, bien podría sentir que estaba montado en su vieja camioneta en alguna de las carreteras de Iowa. A través del parabrisas del Rover sobresalía una imagen que a James le pareció memorable, la Tierra flotaba en la oscuridad.

No pasó mucho tiempo antes de que el oficial en turno recuperara la conciencia e hiciera sonar las alarmas. Luces rojas comenzaron a destellar por toda la periferia del campamento. De los radios incrustados en los cascos de los oficiales, que salían del perímetro armados, comenzaron a emerger voces de alto rango: «¡Encuéntrenlo, maldita sea!», «Se ha llevado un Rover». Los prisioneros del sector comenzaron a golpear las paredes de sus celdas, apoyando el motín.

Mientras tanto, James trataba de recordar la primera vez que había visto la luna. Tenía tres años. Estaba en el patio trasero de su antigua casa. Su madre limpiaba los platos del asado mientras él y su padre yacían recostados en la hierba.

—James, algún día serás una estrella... —dijo su padre, o al menos era la parte que él recordaba. Aquella noche, de todas aquellas luces en el firmamento, sobresalía una luna blanquísima sobre el cielo de Iowa.

Aquel era también el último buen recuerdo que tenía del viejo. Había sido asesinado 15 años después. En los diarios locales circuló el encabezado “JOVEN PARRICIDA ES CONDENADO A CADENA PERPETUA”. Claro que para James la mala relación que se había gestado entre ellos con los años, hacía más creíble toda la ficción que había ideado la prensa y el departamento de policía.

Fue entonces cuando, estando en prisión, escuchó sobre La Roca por primera vez. Un proyecto que se había gestado con sujetos de “bajo perfil” como los llamó la policía. James fue uno de los primeros. Doscientos hombres fueron transportados más de trescientos mil kilómetros hacia la Luna.

—Tenemos en nuestras manos el futuro del sistema carcelario mundial y la manera de tratar a los descarriados del Señor. —Había declarado ante los medios el alcaide asignado al proyecto.
—Igual que jalar la palanca del retrete para desaparecer mágicamente la mierda. —Le reprochó alguien entre el público.

Encerraron a los reos en lo que ellos habían bautizado como las Cápsulas, ubicadas en el lado oscuro lunar. Contenedores de cuatro por cuatro metros, y una antecámara más pequeña, con paredes de cristal y divisiones entre celdas para impedir el contacto entre prisioneros. Largos tubos las recorrían transportando desechos y oxígeno. La comida era dada por los guardias mediante sobres que duraban meses. Y tenían permiso una vez al mes de ir, uno a la vez, al centro de mando para asearse.

Un día de abril, James pidió ese derecho. Un guardia le llevó el traje espacial que le daban a los reos, especiales para entorpecer la movilidad. Lo puso en la antecámara. las puertas exteriores se cerraron y la pequeña cabina se llenó de oxígeno. James se puso el traje y una vez fuera caminó frente al guardia, quien lo escoltaba pistola en mano. Entraron al centro de mando. Al momento que el guardia cerraba la entrada, James ya se había quitado el traje. Aguantando la respiración y el ardor en las venas golpeó el casco de su vigilante con un tubo. Lo empujó fuera y cerró la puerta de acceso. Casi apunto de desmayarse James se puso el traje nuevamente y esperó hasta recobrar las fuerzas. Entró al aparcamiento y tomó un Rover, dentro del cual se liberó totalmente del traje espacial.

Recorrió kilómetros para poder ver la Tierra. Después de contemplarla por largo rato, sacó la cinta de la reproductora portátil que había encontrado dentro del vehículo. Le dio vuelta y grabó un mensaje para su padre, imaginando que algún día ambos serían estrellas brillando en el firmamento y que aún sin atmósfera, su voz recorrería el espacio entre ellos para decirle cuánto lo extrañaba. Después volvió a poner la cinta como antes y reprodujo la canción que había estado escuchando. Finalmente, abrió la escotilla mientras contemplaba una hermosísima Tierra flotando en la oscuridad.

...Remember the time you drove all night
Just to meet me in the morning...


EN CASO DE HOMICIDIO USE LAS ESCALERAS


Un sábado de 1986 Gerardo, Pepe y yo estábamos atrincherados en los arbustos del recibidor principal. La primera en entrar fue la señora Atkins. Afuera el sol era insoportable por lo que llevaba un sombrero bastante ancho y unas gafas oscuras.

La reconocí por su cachorro, un pequeño french poodle, y porque la señora Atkins era la mujer más gorda de todo el edificio. Si buscas obesidad en el diccionario, seguro encontrarás una foto de ella. Las suelas de sus sandalias negras rechinaban con el suelo haciendo un ruido desagradable, como cuando el maestro Atkins, su esposo, rayaba la pizarra con un gis del tamaño de un chícharo.

A pesar de ser sábado, no había rastros del Sr. Atkins. El french ladró en dirección nuestra mientras se dirigían de la puerta principal hacia el primer ascensor, donde el conserje del edificio saludó a la Sra. Atkins cortésmente. Por fortuna pasamos desapercibidos para ambos.

Nosotros tres éramos los únicos niños del lugar. Al menos después de la desaparición de Agnes.

— ¡Oye! —Dijo Pepe— sosteniendo la cámara desechable que había tomado del bolso de su madre.
— Shhht —lo cortó Gerardo llevándose el dedo índice a la nariz—. Ya te lo dije. Esperamos que el conserje vaya al baño y que el recibidor esté vacío. Después entramos en el ascensor número uno y vamos al sexto piso. Pasamos por la toma de aire abierta que atraviesa el cubo del ascensor dos, —Gerardo tomó aire, tratando de encontrar valor— bajamos por la escalerilla y revisamos la toma de aire de los pisos cuatro y dos hasta toparnos con algo.

Y así lo hicimos. La idea de ellos era encontrar indicios de Agnes. Según las leyendas del edificio, Agnes había desaparecido dentro. Gerardo tenía la teoría de que se la había tragado el ascensor.

El piso seis era un piso entero sin terminar, lleno de montículos de arena y cemento. Había trozos de madera y baldes metálicos por doquier. No había luces y las ventanas estaban cubiertas de papel periódico. Pasamos por la toma de aire abierta y comenzamos a bajar por la escalerilla. Yo iba primero.

A la altura del quinto piso, comencé a sentir un olor pestilente. Como a embutido podrido. Al llegar a la entrada de la primera toma de aire, tropecé con algo y caí sobre la parte superior del ascensor número dos. El fondo superior se venció con mi peso y caí dentro. Antes de que pudiera ponerme de pie algo pesado cayó sobre mí. Intenté levantarme pero el peso era considerable.
—Pepe, Gerardo ¡quítense de encima demonios! —nadie respondió.

Logré empujar el cuerpo a un lado justo cuando sentí una sensación líquida recorrer mi cuello. Fue entonces que pude sentir el olor fétido nuevamente y una sensación viscosa surcando mi oreja derecha y llegando a la comisura de mis labios.

Escupí como loco, arrastrándome hacia una de las esquinas del elevador. Durante mi caída la lámpara había quedado apagada, por lo que una vez sintiendo la cámara de Pepe bajo mis piernas, la levanté, y apuntando directamente al cuerpo frente a mí hice varios disparos consecutivos.

Recuerdo a Agnes. ¿Qué cómo lucía? Imagine una calabaza de Halloween… después del 4 de Julio. Antes no podía imaginar lugar más estéril que un elevador. Ahora solo puedo pensar en los gusanos y las moscas… y ese maldito hedor a muerte.

Después de aquello todo es confuso. Recuerdo que la Sra. Atkins gritaba y pataleaba con sus rechonchos muslos. Yo ya estaba fuera, en el recibidor principal.

— ¡Esa maldita zorra! 14 años y ya con la traición tatuada por todo el cuerpo —gritaba— ¿Qué querían que hiciera? ¿Dejar que sedujera a mi marido así sin más?

Después me enteré que ella había golpeado a Agnes en la cabeza con un martillo, y aventado su cuerpo por el cubo del elevador dos desde el sexto piso. En cuanto a mí, claro que puedo subir a un ascensor. Tengo que subir al menos con alguien, y si hay escaleras ni siquiera es opción.

No sé cuánto tenga que hablar de esto Doc pero creo que pasar más de dos horas encerrado con un cadáver podrido a los 11 años me justifica con creces la pequeña paranoia, y si me disculpa tengo que volver a mi casa de dos plantas, y gran escalera, en los suburbios. Lejos de los edificios, los ascensores y las mujeres obesas.

CAPITULO 1: EL ÚLTIMO MENSAJE A MARTHA


En su sueño más recurrente, un águila negra le picoteaba el corazón mientras que con las garras llenas de sangre parecía requintear los retazos de intestino que le brotaban del vientre. Entre tanta agonía despertaba siempre sintiendo que el sueño era sin duda un agüero extravagante y grotesco de lo que estaba pronto a ocurrir.

El frío del invierno hizo escurrir una gota de sudor helado por su frente mientras trataba de aferrar sus dedos temblorosos a la culata de su 625 JM. El mismo viejo revólver que Martha le había regalado en su primer aniversario. Para él se convirtió de inmediato en una belleza. En aquel entonces él sabía muy poco de armas y nulo interés encontraba en cualquiera de sus representaciones, por muy elaboradas que fuesen. Pero el pacifismo interior de su corazón se vio desplazado por la magnificencia mecánica de su «Joan Mitchen», así la había nombrado en honor a su nana Joan.

Había pasado años preparándose para este momento y ahora sus nervios parecían a punto de traicionarlo. Latas y latas de Budweiser atravesadas por su diestra puntería, los interminables días de entrenamiento y las profundas meditaciones. Y todo para terminar temblando como una gelatina de mosaico hecha de leche aniñada y sin cuajar. « ¿Vas a mojar tus pañales pequeño?». Dentro de su cabeza escuchaba la voz dulce pero fuerte de Joan «Eres un hombrecito valiente, así que demuéstralo». Harry respiró profundamente el denso aire de las colinas y dejó de castañear. «Nunca olvides Harry. Perdona… pero jamás olvides».

Estiró y cerró los dedos de las manos para encontrar su punto de control, cerró los párpados por un segundo y al volver en sí, sintió en todo su cuerpo la necesidad de gritar, pero se mantuvo inmóvil. Algo en él había cambiado; él lo sabía, la sombra sonriente y burlona frente a él lo sabía, Joan Mitchen lo sabía… era cuestión de tiempo: «jamás lo olvides».

En el aire crujían las notas del silencio, danzando entre los cristales de hielo y neblina. Harry acercó su mano derecha cada vez más cerca de Joan, casi podía besar el gatillo y sentir la respiración de su vieja compañera metálica. Las pisadas en el hielo habían desaparecido y todo a su alrededor era de una blancura inmaculada. En los picos escarpados del Malaika apenas eran visibles los pinos que se erguían por toda la cordillera. Todo era tan blanco como una lechuza albina.

De pronto un siseo comenzó a subir lentamente desde la base de la nieve hacía arriba en el aire. Era un silbido agudo a tres tiempos completamente desacompasado que recordaba más a un aullido agonizante de lobo que a un silbido humano. Era la sombra frente a él riendo. Desconocía la identidad verdadera del ser que se hallaba ante él pero el rostro era simplemente inolvidable. Él era la oscuridad misma, el desconcierto con rostro, la pesadilla punzante, la peste que avanza lentamente carcomiendo todo a su paso: Mr. Águila Negra.

La sombra frente a él se erguía presuntuosa con una capa de misterio envolviendo su rostro alargado, del cual únicamente asomaba su puntiaguda nariz blanca. Harry finalmente logró colocar la palma de su mano en la correcta posición, su respiración ya había perdido el equilibrio. «Tranquilo» se dijo calladamente. Intentó recordar la canción de Martha en su cabeza. Cerró los ojos y se transportó a otra dimensión en un parpadeo.

Otra época en el tiempo, la cual se remontaba a uno 10 años hacía el pasado. Un baile de invierno, y una hermosa figura frente a él. No tenía a Joan aferrada a su pistolera. Ni siquiera tenía idea, entonces, de cómo usar un arma de fuego. Estaba tambaleándose ante la tonada de Jerry Butler, “Message to Martha”. Una sonrisa tímida asomaba en su rostro. Martha aún respiraba el mismo aire, sus manos palpitaban a un mismo pulso. Estaba viva, estaban juntos. Por última vez bailaban

EL DEMONIO INTERIOR


Su reacción me tomó por sorpresa. Imaginé en el rostro de mi amigo un semblante de preocupación y angustia después de escuchar mi relato. Sin embargo, él me miró incisivamente a los ojos. Parecía más preocupado por controlar un impulso vil de soltarse a carcajadas, que de tomar en serio lo que acababa de decirle. Había terminado de contarle mi relato acerca de Celeste.

Me había topado con ella  por casualidad, o por azares del destino. Después de una de las visitas anuales que solía hacer a mi padre en el manicomio de Cantarranas. Allí estaba Celeste postrada en silla de ruedas, con un muñón por brazo, más demacrada y marchita de cómo la recordaba antaño. Su pelo se había tornado pajizo y las arrugas en su rostro, más propias de un terror prolongado que de la vejez, ahora parecían más marcadas que antes. Pude detectar en su mirada un pequeño brillo parecido a un resplandor. Como si hubiese reconocido en mi rostro, de entre todos aquellos semblantes torcidos por la demencia, algo familiar. Confiado en ello me acerqué a su lado. Ella, sin embargo, no dijo una sola palabra. Estaba decidido a marcharme cuando de pronto se abalanzó hacia mí, me sujetó fuertemente del brazo con su única mano, y habló sin detenerse a respirar siquiera.

No podía creer la historia que acababa de escuchar, así como tampoco su cambio brusco de estado. Parecía haber despertado de su estado catatónico de sobresalto. Como un nadador emergiendo de aguas pantanosas. Finalmente el trance no le duró mucho. Me soltó y se sumergió nuevamente en aquella profundidad lodosa y demencial. Era una historia a penas creíble, la que me había contado, pero algo me obligaba a adoptar cada palabra con una fe vehemente. Casi ciega.

Habían pasado más de 5 años y a pesar de ello Celeste recordaba cada detalle. Como el color verdoso y olor acre de los carteles de precaución colgados por toda la aldea. Dos ataques de la bestia del páramo habían logrado aterrar a todos en mayor medida por su brutalidad. En total tres hombres, dos mujeres y un niño habían sido víctimas de aquel Demonio antes de que tocase el turno a Celeste. Ella sería la única que lograría salir con vida de toda aquella marea de sangre. La habían encontrado moribunda en el páramo. Había perdido demasiada sangre. La bestia le había arrancado el brazo derecho por completo. En su mano izquierda, hecha jirones, aún sostenía un espejo con mango plateado lleno de florituras. Cuando por fin se recuperó del ataque ya nada pudieron hacer por ella, había quedado sin habla y parecía mirar fijamente hacia la espesura del bosque con ojos llenos de terror.

Poco tiempo después y tras varias víctimas más del Demonio, ella simplemente desapareció de la faz de la Tierra. Todos en la aldea pensaron que había caído víctima de la bestia después de todo. En cierta forma era la única explicación que necesitaron. Nada se dijo más de aquella pobre mujer. No obstante, la siguiente parte de su relato fue lo que sin duda me produjo mayor estupor.

Celeste me confió algo que, sin duda, ninguna otra persona había escuchado jamás. La noche de su desaparición ella se encontraba mirando fijamente hacia la falda boscosa que circundaba la aldea, cuando vio a un hombre que parecía herido.  Se arrastraba a gatas y parecía retorcerse de dolor. Ella casi instintivamente tomó el espejo de plata y corrió a auxiliar al desgraciado, a quien ella pensó víctima del Demonio. Antes de que pudiera acercarse más de diez pasos, notó algo en las manos de aquel hombre que la hizo paralizar de miedo. De sus dedos llenos de sangre sobresalían unas uñas gruesas y puntiagudas, parecidas a garras. Todo él temblaba como si estuviese sufriendo un ataque epiléptico. Fue entonces cuando Celeste vio al Demonio emerger de la entrañas de aquel hombre, abriéndose paso por la piel como si fuese todo él una máscara de carne. Celeste pudo doblegar a la bestia con su espejo de plata el tiempo suficiente para escapar. Después nada se volvió a saber de ella en la aldea.

Hasta ese momento nadie, ni siquiera el personal del manicomio, eran conscientes del misterio que guardaba aquella mujer menuda y derrotada por sus demonios del pasado. Me convertí en el nuevo guardián de su secreto y responsable de la suerte de aquella bestia envuelto en disfraz de hombre, que vagaba por el mundo infundiendo terror y muerte. Celeste murió pocos días después. Fui a dejarle flores a su tumba, y a jurarle que vengaría por ella y por todos los desafortunados que compartían la desgracia de haber conocido al Demonio del páramo.

—Desde entonces he pasado años buscándote a ti, mi viejo amigo. —Dije socarronamente, tratando de cambiar el rumbo de la partida—, tuve suerte que Celeste reconociera tu rostro antes de la transformación. Y más aún, que fuese capaz de confirmar tu mortal debilidad. Así que, aquí estamos ahora...

Paró de sonreír, me miró directamente a los ojos, y luego desvió su mirada hacia mi mano. Observó detenidamente el cañón de mi pistola calibre 22 cargada de balas de plata, y volvió a mirarme directamente a los ojos. La bruma del bosque nos rodeaba mientras el ocaso agonizaba en el firmamento sobre la copa de los árboles. Todo el cielo era un rojo sanguinolento lleno de ira. Como si Dios, harto de todo, se hubiese cortado las venas y decidido a enviar un último mensaje, hubiese llenado con su sangre el cielo.
Fue entonces que escuché emerger desde sus entrañas una risa burlona, que creció rápidamente hasta convertirse en una sonora carcajada, seguida de un brusco silencio y las últimas palabras que escucharía yo jamás:

—No fue la plata, sino el espejo.

EL LÁPIZ MÁGICO


Al menos un centenar de cuadernillos fueron encontrados en la celda. Las luces parpadeantes le daban un aspecto de antigua bodega, sucia y húmeda.


—¡Magia! El milagro de los incrédulos —dijo el hombre de gabardina parado frente a la celda, mientras se disponía a prender un cigarrillo. Su acompañante, un novato del cuerpo policial, aguardaba en silencio al otro lado de la celda. Contemplaba al detective quien, con aire misterioso, se preparaba a dar un par de lecciones detectivescas.


—Déjame hacerte una pregunta —dijo, mientras sacudía el cerillo y lo tiraba al suelo—. ¿Cómo puede alguien escribir más de 7,000 páginas con un lápiz de madera... —hizo una pausa mientras le daba una profunda calada a su lucky strike—, en un solo día? Aún si escribieras con las dos manos te llevaría semanas. ¿No lo crees?


El novato, un hombre delgado y menudo pero con un semblante a todas luces analítico, lo observó por un momento. —Pues déjame responder a esta pregunta —prosiguió el detective, sin darle posibilidad de responder—. ¡A quién le importa! El tipo está muerto. Fue colgado por asesinato múltiple. Yo capturé al bastardo, casi le puse yo mismo la soga al cuello. Y ahora me tienen metido en esta ratonera. Todo a causa de un truco barato de magia.


El novato se acercó a la pila de libretas y comenzó a hojearlas. Todas las páginas empezaban con la misma fecha, el día antes de la ejecución de Jacobs. De acuerdo a los guardias en turno el sentenciado había pedido un cuaderno para anotar su última voluntad. Uno solamente.


El detective garabateó insultos en una libreta gris, la cerró de golpe y ladeando la cabeza hizo una seña hacia la salida. Para fines técnicos, presintió el novato, quien lo observaba desde el otro lado de la celda, eso significaba caso cerrado. A punto de salir, y de imprevisto, un guardia los detuvo en seco. El sudor le escurría desde la base de su gorro hasta la punta de la barbilla. —¿Arthur Rant? —dijo, dirigiéndose al Detective—. El director Maxwell me dijo que podía encontrarlo aquí. No lo va a creer, ¡Jacobs ha desaparecido!


Rant se tomó un par de segundos para analizar si se trataba de una broma de mal gusto. El guardia envuelto en sudor le explicó que el cuerpo del sentenciado, el mismo que había pasado sus últimas horas de vida en la celda en la que ahora se encontraban los tres hombres, había desaparecido de la morgue.


El novato volteó a ver la cara de Rant, pero en su cabeza todo comenzaba a dar vueltas. El detective palideció y comenzó a negar con la cabeza mientras desviaba la mirada. El guardia sudoroso reafirmó al no ver respuesta: —¡Ha resucitado!


El novato regresó nuevamente a revisar la pila de cuadernos. Rant permaneció en la entrada. Le gritó que tenían que ir a la morgue cuanto antes, pero el novato no hizo caso. De pronto detuvo sus movimientos y volteando a ver a Rant levantó, sobre su cabeza, un libro café muy viejo y desgastado cuyo título rezaba: “Magia blanca moderna: Magnetismo, hipnotismo, sugestión y espiritismo”. Rant observó incrédulo, en espera de una explicación más detectivesca.


—Aquí está Detective. La prueba. Jacobs tenía un lápiz de madera la noche antes de su ejecución, los guardias lo confirmaron. Nunca fue confiscado. —retomó aire, y barrió el suelo con los ojos que se movían como dos canicas—. Después no hay señas del lápiz. Tomando en cuenta que la longitud del mismo pudiese permitir a Jacobs ingresarlo en su garganta, únicamente tendría que cortarle la punta para usarlo como contención a la presión que la cuerda de ahorcamiento ejercería en su tráquea. Jacobs no está muerto, escapó y uso métodos de hipnosis para aparentar su muerte: controló sus pulsaciones y su temperatura corporal. Todo aprendido de este libro.


Rant enarcó la ceja. —Entonces, ¿el preso tuvo tiempo de escribir 146 cuadernos a puño y letra, con un lápiz de carbón lo suficientemente grande para que al final se permitiera usar la parte desgastada para planear su escape, al tiempo que se instruía en las artes del hipnotismo en un solo día?


El novato se quedó sin argüir nada, hasta para él eso era demasiado descabellado. El guardia, quien entre tanto se había limpiado el sudor de la frente con un pañuelo marrón, refirió —pudo haber tenido suficiente tiempo, si El Señor, en toda su misericordia, le hubiese dado el don de vivir más de lo permitido como se lo permitió a matusalén ó a moisés.


Rant se dejó caer sobre la reja de la celda agotado ante tanto sin sentido. —¡Milagros! la magia de los crédulos —dijo al fin.


Mientras tanto en un alejado café de minnesota W. Jacobs pedía una segunda taza de americano, lápiz en mano, dispuesto a seguir escribiendo.

LA PRUEBA DE ANNA



Se sentó al borde izquierdo del desayunador, con los codos apoyados sobre la mesa y las manos sosteniendo una taza de café. La taza se la había regalado él, y en ella se podía leer en un rojo incandescente la frase “Novia #1”. Ella sabía que eso no era cierto. Según sus propias cuentas, basadas en los relatos de John, era más bien como la sexta o séptima. Eso sin contar a las mujeres ocasionales que un tipo bien parecido, como su esposo, pudiera conseguir por un par de flirteos de una noche.
Frente a ella había un sobre color rosa pálido. Anna hervía en deseos de abrir aquel sobre. No podía pensar más que en John y alguna de sus seis o más mujeres psicópatas dispuestas a arruinar su boda. El sobre podía no contener nada grave, pero el hecho de que estuviese dirigido a él y que tuviera rotulada la frase "felicidades John, un recuerdo de mi parte", con una letra a todas luces femenina y coqueta, no eran precisamente hechos que pusieran a Anna de buen humor. Inmediatamente al revisar el buzón aquella mañana de domingo, Anna pensó en abrir aquel sobre. Pero si John lo descubría, eso podría terminar muy mal.
Anna recordó la última pelea que habían tenido. Ni siquiera recordaba la causa, pero habían intercambiado insultos y John había amenazado con cancelarlo todo. Anna pensó que lo mejor era calmar las aguas, así que esa misma noche se puso su Baby Doll color cereza y cortó algunas rencillas con John desde raíz. El tema había quedado en el olvido por ambas partes.
Dejó la taza a un lado de la mesa, cogió el sobre y se lo quedó mirando un momento. Alzó el sobre y lo colocó entre su rostro, deslavado y sin maquillaje (raro en ella), y la luz brillante que se colaba por la ventana de la cocina. La translucidez del papel rosa no mostró nada. El sobre era grueso y no dejaba ver sus entrañas. Quiso tomar un cuchillo y destazar sus dudas de una vez por todas, pero él se daría cuenta. ¡Maldición! pensó, y volvió a dejar el sobre a un lado mientras retomaba con la otra su taza de café, ahora estaba fría y el café dentro de ella seguía intacto.
Se sintió ensimismada como aquella vez que, sentada en el mismo lugar, levantaba con la mano izquierda la prueba de embarazo que había conseguido por 200 pesos en la farmacia del centro comercial más alejado de la zona. Con la mano derecha sostenía la misma taza que John le había regalado. Esperaba algo que calmara sus nervios, una respuesta. Algo que le dijera “tranquila, todo saldrá bien”. Y lo consiguió: un par de franjas rosas, dispuestas a hacer un nudo en su garganta y la de John, y llevar su noviazgo al patíbulo o al altar.
Sintió náuseas, en ambas ocasiones. La vez pasada había sido un alivio como John tomó las cosas, aunque ya lo veía venir. Le propuso matrimonio en ese mismo instante, haciendo una argolla improvisada con el pedazo de alambre que quitó al empaque de pan blanco que estaba sobre el desayunador, mientras Anna apenas había terminado la frase “vamos a tener un bebé”.
La suerte de aquella vez le dio fuerzas, y de un movimiento destazó el sobre en mil pedazos. Los pedazos de papel rosa pálido volaban en círculos movidos por el viento. Nada. El sobre estaba vacío. ¡Increíble! Pensó Anna. Que ridícula se sentía ahora, sentada ahí, a un lado de su taza de café frío.

El sol se colaba por las rejillas blancas de los ventanales principales de la entrada, iluminando las persianas rojizas de terciopelo que colgaban del techo del salón. La línea de luz se extendía hasta los límites de la cocina donde Anna balanceaba los pies con sus diminutas pantuflas color rojo, sobre las entrañas rosadas del sobre destazado. El olor a café de la taza que tenía entre las manos alargadas y finas, se expandió por toda la cocina y subiendo los escalones hacia el segundo piso se incrustó en la única habitación abierta. El dormitorio principal estaba a oscuras, y entre aromas arábigos y canela, de las velas apagadas dispuestas para aquella noche, reluciente y provocativo, el baby doll rojo cereza de Anna se extendía a los pies de su futura cama matrimonial.
Su corazón se apaciguó poco a poco, mientras una sonrisa trémula e imperceptible se asomaba lentamente por la comisura de sus labios. Anna dio paso al sentimiento por excelencia que la caracterizaba. En un frenesí de ironía insana y cruel, se sintió rebosante al pensar en su vientre completamente vacío, al igual que aquel sobre rosa pálido. A diferencia de que hora tendría que poner a calentar más café para pensar en alguna solución mejor que...

“llenar - de - café - a - la - gorda - embarazada - de - la - vecina - para - hacerla - orinar - en - el - retrete - descompuesto - y - sumergir - una - prueba - de - embarazo”

...de la última vez.